Entre el deleite y la desazón continuos
En muchos escritores contemporáneos, el arte reemplaza a la religión; en Emilio Adolfo Westphalen, poeta esencial, es el territorio por excelencia a nuestro alcance a través del acto de creación. A cien años de su nacimiento recordemos su testimonio: “El objetivo de la experiencia poética es el poema, pero la construcción del poema, al mismo tiempo, es el medio por el cual el poeta se reconoce y se sitúa en la vida” (WESTPHALEN: 1997,143).
No obstante, creemos que frente a esta afirmación del poder del arte, también surge la conciencia de su ineficacia, aspecto que —aproximándolo al desencanto de un Arthur Rimbaud o de un José Gorostiza— lo tienta a optar por el silencio. Grandeza y miseria de la experiencia estética que encuentran una formulación sintética en el siguiente pasaje: “estimo la actividad poética al igual que toda otra actividad estética como una necesidad vital. No se obtendrá de ella naturalmente la “abolición de la muerte”, pero sí, quizás, hacer más llevadera la vida. Sería una expresión de la condición humana, del impulso a no admitir lo real como definitivo e incambiable, a querer superarlo. En la poesía, en la revolución y en el amor veo actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resignación, la esperanza a pesar de toda previsión razonablemente contraria” (WESPHALEN: 1997, 145).
Observemos que la tríada surrealista (poesía-revolución-amor) es asumida de un modo peculiar por Westphalen con una moderación y una sensatez poco surrealistas. Lo cual nos confirma la impresión que produce su poesía como un fruto mesurado de raíces surrealistas heterodoxamente abonadas por diversas tendencias de la modernidad lírica (Romanticismo, Simbolismo, etc.) e inclusive por la poesía mística del Siglo de Oro español (GONZÁLEZ VIGIL: 1999, 408).
Falsos rituales, auténtica poesía
Procedamos a comentar su espléndida creación poética sintetizada con acierto por Iván Ruíz Ayala del siguiente modo: la extraordinaria producción juvenil (1930-1939), con dos poemarios que están entre los más hermosos y perdurables del vanguardismo peruano e hispanoamericano (Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte), el dilatado silencio poético (1940-1971) y el retorno espléndido a la creación poética (en marcha desde 1971, con mayor intensidad a partir de su retorno al Perú en 1984) (RUIZ AYALA: 1997).
El período más relevante de Westphalen, el de sus formidables poemarios vanguardistas, somete la lección surrealista a un registro heterodoxo, más arquitectónico, producto de una escritura vigilante y escrupulosa, diversa del automatismo psíquico de asociaciones libres y soterradas con una magistral reelaboración de la tradición de la poesía lírica (desde la poesía trovadoresca y petrarquista, así como la mística española de los siglos XVI y XVII; hasta el Romanticismo y sus herederos el Simbolismo y el Surrealismo) a través de una sapientísima “música callada” de muchos versos (apenas dieciocho poemas constituyen el total de su obra, en este período, nueve poemas en cada libro) que presagia el dilatado “silencio poético” de cuatro décadas en una especie de auto inmolación creadora.
No hay necesidad de acudir a los paradigmas consabidos de abstención —nada raros en la poesía contemporánea especialmente entre los protagonistas y herederos del romanticismo “interior” (en gran medida alemán), el Simbolismo y algunos movimientos de vanguardia como el Dadaísmo y el Surrealismo: el destierro de Rimbaud, la “página en blanco” de Stephane Mallarme, etc.— hasta pensar en el nutrido grupo de poetas peruanos que han “amordazado” o “clausurado” de algún modo su labor poética: Manuel González Prada, José María Eguren, Carlos Oquendo de Amat, Martín Adán, César Moro, Jorge Eduardo Eielson, por mencionar los nombres más ilustres y que mejor encarnan el estigma de la Modernidad como búsqueda infructuosa de la Palabra y de la Vida, marginalidad, ruptura, autonomía, etc.
En el ámbito hispanoamericano, no hay quizá silencio más elocuente que el del mexicano José Gorostiza (México 1901-1973) quien después de su obra maestra, el extenso poema Muerte sin fin (1939) guardó un silencio estricto y total hasta los años sesenta. Junto a un prodigioso virtuosismo formal —una cumbre de la poesía del siglo XX— Gorostiza alcanza como ha apuntado Octavio Paz, perito en trascendencias y vacuidades, la corrosiva visión del ser como perpetua destrucción y de la palabra poética como forma vacua, deleznable. Nada más consecuente que el silencio ante éxtasis al revés, ante esta iluminación disociadora (PAZ:1957,114).
Debemos advertir que en la obra de esta etapa espléndidamente vanguardista de Westphalen, hay una profunda unidad que nos presenta su poesía como un continuum sin bordes definidos, sometida a un riguroso control artístico ajeno a lo más espectacular de la aventura vanguardista.
Su obra posterior los poemas contenidos en Otra imagen deleznable (1980), Arriba bajo el cielo (1982), Máximas y mínimas de sapiencia pedestre escuchados al desgaire sin certificación de autenticidad por E.A.W. (1982), Belleza de una espada clavada en la lengua (1986), Ha vuelto la diosa ambarina (1988), Cuál es la risa (1989), Bajo zarpas de la quimera (1991) y Falsos rituales y otras patrañas (1992); no alcanza la excelencia lustral de los poemarios de los años treinta, pero posee una atmósfera y un tono diferentes, plasmadas con meritos poéticos dignos de encomio. Esta obra alejada del estallido vanguardista acentúa el legado simbolista (hasta retomar la “Diosa Ambarina” de su admirado José María Eguren) y una versión personalísima de la poesía contra la poesía, o desencantada de la magia poética que sucedió al trascendentalismo post vanguardista, dentro de lo que cabría clasificar de “antipoesía” sin ceñirse a la escritura del chileno Nicanor Parra ni de poeta alguno, sino como actitud disolvente y cuestionadora de la poesía. Si los movimientos vanguardistas confiaban en el poder de sus propuestas poéticas, Westphalen se suma al clima desmitificador en marcha desde los años cincuenta en Hispanoamérica, el que despliegan en el Perú poetas como Jorge Eduardo Eielson y Blanca Varela.
El enigma westphaleano no es el del poeta que opta por el silencio o el del que recupera la escritura perdida, sino el del creador que vive el deleite y la desazón continuas de la poesía, experimentándola como una tensión permanente, irresuelta entre el silencio y la palabra, la magia y el desencanto, el horizonte de la imaginación liberada (onírica y arquetípica) y el lastre inevitable de andar sobre la tierra a expensas del tiempo y de la muerte. Su propuesta nace de la frustración de quien se lanzó a la aventura de la Modernidad (a “abolir la muerte”, así como Charles Baudelaire partió en pos de lo ignoto o Arthur Rimbaud quiso instalar una “vida nueva”) y, al modo del Altazor del chileno Vicente Huidobro, terminó cayendo, “antipoeta y mago”, constatando que padecemos “tiempos de miseria” conforme a lo que enunció el alemán Friedrich Hölderin en forma de angustiada pregunta en uno de sus o poemas “para qué poetas en tiempo de miseria?” citada y comentada por Westphalen en una intervención memorable en el Encuentro con la Poesía Hispanoamericana el año 1994: “¿No habrá esperanza? Talvez la reacción más sana sea la actitud de las víctimas del Terror durante la Revolución Francesa. Mientras esperaban turno para ser conducidos a la guillotina – se despreocupaban de la amenaza como si no les atañera en lo absoluto. Hacían en lo posible una vida ordinaria –escribir cartas o versos- enamorarse u odiarse- no mirará ni atrás ni adelante- vivir día a día en la plenitud del presente. Puede que alguno de vosotros me ofrezcáis soluciones más esperanzadas y menos estoicas. Yo me atengo a la sabia propuesta de los organizadores de este Encuentro. Todavía existe la buena poesía –juntémonos a su alrededor y oigamos lo que nos dice. El volcán ruge —mientras ruja tenemos tiempo para la danza el canto la poesía— si viene la lava nos cogerá en nuestro mejor momento.” (WESTPHALEN:1994,1)
Por ello a diferencia del movimiento surrealista (asimilado por nuestro poeta, sobre todo entre 1935-1939 período al cual pertenecen unos textos calificables de surrealistas que fueron reunidos por André Coyné en la recopilación titulada Cuál es la risa), el cual esgrime a la Poesía como una magia incandescente, una fiesta perpetua, un salto a la revolución interminable, Westphalen se esmera, en esta etapa de retorno a la escritura poética, en subrayar su inutilidad, su trascendencia vacua, su fascinante condición de espuma (otra Venus que condensa a Eros y la Belleza) rápidamente absorbida por la arena y por el aire: reino de la Quimera y del deseo que nos atrapa en sus “falsos rituales”, incapaces de transfigurar la realidad (inicua, frustrante, intolerable) que nos circunda. Los versos de Westphalen ya no son las espirales envolventes de los poemarios vanguardistas, en sus poemarios posteriores nuestro gran poeta opta por una discusión concentrada, lacónica, elíptica, pautada por una puntuación expresiva que torna a su escritura una feliz conjunción de la fluidez de la prosa y del ritmo del versículo (empleamos este término por considerarlo más apropiado al carácter ritual de estos poemarios). Nada menos que otras patrañas a las que el poeta y el lector de poesía se entregan a pesar de todo o, mejor dicho, a pesar de nada, de esa nada que es la magia de la palabra imantada por la Poesía.
Arte y poesía
Otro campo en el que Emilio Adolfo Westphalen destacó es el de la dirección de revistas de primer orden que se cuentan entre las mejores del continente. En 1939, inmerso en un silencio poético” que lo mantuvo alejado de la creación literaria, fundó y dirigió el número único de la hoja de poesía y crítica con el título de El uso de la palabra que planeó conjuntamente con su gran compañero de ruta César Moro a quien nuestro autor secundó en algunas empresas febriles más, por ejemplo la publicación de un panfleto contra el poeta ultraísta Vicente Huidobro. Luego fundaría y dirigiría entre 1947-1948 una revista abierta a muchos horizontes Las Moradas que con sus ocho números cumplió un papel de importancia mayor en la consolidación de la modernización de la cultura literaria y artística del medio peruano siendo considerada con justicia como una de las publicaciones mejor logradas de Hispanoamérica. Colaboraron en ella muchos poetas españoles en exilio como Jorge Guillén, Pedro Salinas, Emilio Prados, también dio cabida amplia a las nuevas generaciones: aparecieron los primeros textos en Lima de André Coyné, Javier Sologuren, Blanca Varela, Francisco Bendezú, además de algunos dibujos de Fernando de Szyszlo, inclusive el creador inglés Tomas Stearn Eliot autorizó la publicación en la revista de uno de sus ensayos traducido al español. Luego de una prolongada ausencia del Perú (New York, 1949-56; Roma, 1956-63) en el ejercicio de su función de intérprete de la Organización de la Naciones Unidas que favoreció el incremento de su incontenible voluptuosidad lingüística, ya sabiamente sometida un control artístico ajeno a lo más espectacular de su aventura poética de los años treinta abierta a diversas lecciones, y asimismo auspició su acercamiento a las fuentes mismas del arte contemporáneo y del clásico que serán asimiladas en forma mesurada y honda —considérese que en el plano vital Westphalen opta siempre por una insularidad y discreción poco compaginables con “la vida escandalosa” de los surrealistas cabales— ubicándose en su creación artística, en una línea intermedia entre la ruptura vanguardista (encarnada en la figura surrealista plena de gran repercusión difusora fuera del Perú de César Moro) y la llamada “vuelta al orden” (ejemplificada por otro cómplice suyo: Martín Adán quien luego de su precoz vanguardismo de La casa de cartón, se lanzó a la búsqueda del absoluto con virtuosismo cultista y perfección formal en La rosa de la espinela, 1939, y Travesía de extramares, 1950, y con turbulencia agónica y abisal en Escrito a ciegas, 1961; La mano desasida, 1964; La piedra absoluta, 1966; y Diario de poeta, 1975) capaz de entusiasmarse con la obra y la vida de José María Arguedas y de enarbolar como paradigma creador al poeta José María Eguren. A su retorno en 1963 por pedido de José María Arguedas, a la sazón Director del Instituto Nacional de Cultura, se encargará de la dirección de la Revista Peruana de Cultura en 1964 hasta 1966. Paralelamente Westphalen se incorporó como catedrático a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en 1967 realizó labor de extensión universitaria a través de una gran revista de artes y ciencias auspiciada por la Universidad Nacional de Ingeniería: Amaru. Esta revista que editó y dirigió entre 1967 y 1971 adquirió mucha más importancia de la que tuvo Las Moradas, contó con excelentes colaboradores entre quienes destaca Mario Vargas Llosa. Luis Alberto Sánchez llamó la atención con el parecido nominal de la revista Amaru con la revista Amauta (SÁNCHEZ: 1981,1523) la de mayor trascendencia y trayectoria en el siglo XX que bajo la dirección de José Carlos Mariátegui, entre 1926 y 1930 supo dar cabida a las más diversas manifestaciones artísticas sin someterlas a premisas ideológicas. Los catorce números aparecidos de Amaru la convierten en la mejor revista cultural que ha tenido nuestro país luego de Amauta. En 1971 Westphalen volvió a ausentarse del país para iniciar una larga vida diplomática como agregado cultural en lugares como Roma, México y Lisboa hasta 1980. Desde ese entonces residió en Lima hasta el 17 de agosto del 2001.
A este aspecto como editor y promotor cultural debe añadirse su sutileza crítica y es que los poetas cabales como Westphalen suelen ser formidables degustadores de la Poesía y el Arte, con criterio y gusto seguro. Es decir, críticos en potencia. Y críticos de enorme potencia esclarecedora. Más bien, con frecuencia los críticos que carecen de la energía poética que deberían alumbrar las lecturas y las reflexiones, se quedan en datos anecdóticos o eruditos, interpretaciones superficiales y valoraciones descaminadas. Estaremos de acuerdo, entonces, con las sustanciosas palabras de Luis Jaime Cisneros cuando señalan que “Westphalen no juzga a las personas ni encara los hechos y las obras como crítico sino como artista, como hombre hecho de sensibilidad y dominado por una profunda preocupación estética. Los críticos —lo dice él mismo— buscan “conseguir una explicación coherente”, en tanto que a él le importa que los textos, las cosas y los hombres, tengan vida auténtica y puedan mostrar “toda la plétora de representaciones, muy concretas y sensibles, la marejada contradictoria de las pasiones, las corrientes vagabundas de los instintos”. (...)No vemos en sus ensayos por eso al crítico sino al lector dispuesto a dejarse sorprender por todo cuanto pueda parecer digno de perplejidad o de una inocente mirada.” (CISNEROS: 1997, pp.8-9). Constátese ello en las compilaciones de sus escritos publicados bajo el título de La Poesía, los poemas, los poetas (1995) y Escritos varios sobre arte y poesía. Sus textos pueden ser calificados como “varios” no sólo por la diversidad de temas y autores que abordan, sino también por su factura heterogénea: discursos, ponencias, artículos de gran organicidad crítica, notas, lances en polémicas virulentas; ensayos sobre cuestiones centrales de la Poesía y el Arte, etc. La segunda compilación nos presenta numerosas piezas sobresalientes como las dedicadas a César Moro y José María Arguedas; a sus consideraciones sobre la importancia de José María Eguren; sus puntualizaciones sobre lo que constituye el Dadaísmo y el Surrealismo; sus recuerdos y meditaciones sobre nuestra realidad histórico-cultural. Podríamos espigar, por ejemplo, la perspicacia de “Quien habla de quemar a Kafka” a la solvencia con que formula reparos y reservas frente al libro de uno de sus grandes compañeros (cuya creación poética admiraba sin ambages) en “De lo barroco en el Perú; una opinión adversa a la tesis de Martín Adán”.
Envío
Hoy que celebramos los cien años del nacimiento de Emilio Adolfo Wetsphalen, valoremos en su condición de lector superlativo, sabio y entrañable, exigente y con el corazón a flor de piel, además de poeta, traductor, director de revistas de primerísimo orden, un crítico digno de tal nombre. Por algo, nuestro genial escritor, gran compañero de ruta y mejor cómplice de Westphalen, José María Arguedas (hasta hermanado está por el centenario de su nacimiento), reacio como era a los críticos literarios y a los escritores profesionales, confiaba plenamente en el criterio de nuestro gran creador, recordemos que fue el primero en captar la calidad excepcional del libro póstumo de Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) tomando distancia de quienes hablaban, en mayor o menor medida, de un fracaso literario. Vale.
Finalizamos nuestro modesto homenaje al legado westphaleano invitando a los lectores a ese festín múltiple de la inteligencia sensible o la sensibilidad inteligente que le aguarda en los escritos del inmenso Emilio Adolfo Westphalen.
Independencia, viernes 15 de julio del 2011